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  • Foto del escritorLaureana Wright de Kleinhans

Crónica mexicana [fragmento]



Laureana Wright de Kleinhans (Vestina)


Grande, extraordinaria animación ha reinado en los primeros días de noviembre. Por uno de esos contrastes tan generales en la vida, los dos primeros días de este mes, que deberían ser lúgubres, han sido días de broma y algazara. Numerosa fue la concurrencia en todas partes: los devotos (que son los menos) se han refugiado en los templos para orar por los finados; la multitud bulliciosa ha paseado en los jardines del Zócalo, más por exhibirse que por oír la música; y otra parte de la sociedad, que ni pertenece a los devotos ni a los bulliciosos, ha invadido los aristocráticos cementerios de la Piedad, de Guadalupe, de San Fernando, y el muy democrático de Dolores, que podría denominarse Cementerio de la igualdad. Las personas que visitan los cementerios en estos días no van impulsadas por sentimientos religiosos, sino más bien por una inveterada costumbre a la que no quieren faltar. El verdadero sentimiento es pudoroso y no gusta de testigos: los que van al cementerio a llorar buscan aquellos días del año en que están solos los muertos. El dolor huye del gentío porque teme a un desbordamiento y no quiere ser profanado por las miradas de los indiferentes o por las cáusticas sonrisas de los escépticos.

¡Dios mío, qué solos se quedan los muertos! ha dicho Bécquer, y no le falta razón, pues los muertos se ven muy favorecidos el día de difuntos y abandonados durante todo el año en sus cárceles de mármol o de granito. Creedlo, nada representa el depositar una corona fúnebre sobre una tumba el día de difuntos, pues el sentimiento ni debe ser oficial ni de encargo ni hijo de la moda. Las almas verdaderamente tiernas visitan los queridos restos de los que fueron, sin días determinados, cuando el sentimiento les mueve y les impulsa hacia el cementerio.

Mucho nos han sorprendido estas fiestas: música, flores, caprichosos juegos de aguas, exhibición de trajes; gran movimiento y vida, en el día consagrado a la muerte. No censuramos estas costumbres; nos parece muy lógico que los pueblos conserven sus tradiciones. Si dejar este mundo es conquistar otro mejor, obran perfectamente los mexicanos al celebrar con pompa y alegría el día de los muertos.

Las ferias han estado bien; todos los puestos de venta han ostentado gran surtido en sus mercancías.

Los mexicanos deben hallarse muy familiarizados con la muerte; a ellos no debe inspirarles el pánico, el terror que a los demás seres, pues en estos días hemos visto a los niños comer calaveras de azúcar, sarcófagos de melada, jugar con esqueletos de barro, con túmulos de pasta, con urnas cinerarias de cartón, con mausoleos de madera. El recuerdo de los muertos traía a los vivos la idea de hacer por la vida, y por eso compraban en la feria los célebres salchichones de Toluca, los camotes de Querétaro y otras distintas frutas que producen los diferentes pueblos de la República. Hago votos, queridas lectoras, para que el año próximo podáis llevar a vuestros hijos, muy rollizos y robustos, a la fúnebre feria del Zócalo, sin que ningún individuo de vuestra familia haya dejado un triste vacío en vuestro hogar.


El Álbum de la Mujer, 11 de noviembre de 1883


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